ADIÓS AL MAESTRO*

 

Qué difícil y dolorosa es la misión que se me ha encomendado. ¿Cómo expresar el profundo pesar que embarga a todos los que trabajamos en el Hospital Hermilio Valdizán, hospital al cual el Dr. Rotondo consagró los años más fructíferos de su existencia? ¿Podrán las palabras reflejar siquiera pálidamente la congoja que anida en cada uno de nosotros? No lo sé. Y les ruego sean magnánimos si no puedo cumplir a cabalidad tan honrosa como triste misión.

 

No es éste el momento de referirme a su obra, fecunda y esclarecedora, que habla bien de su versación y de su infinita sed de conocimiento. Se darán otras ocasiones y serán otras personas quienes lo harán mejor que yo. Pero sí quiero referirme, en nombre de todo el personal del hospital, sin distinción alguna, al Dr. Rotondo que conocimos en el quehacer cotidiano a lo largo de muchos y enriquecedores años.

 Dr. Rotondo :

 Esta mañana he vuelto a recorrer el hospital. He visitado los pabellones y algunos de los servicios tal como diaria y religiosamente lo hacía usted, y a cada paso se agolpaban, incontenibles, las imágenes del ayer. Cuántas veces hicimos juntos ese trayecto. Y le confieso Dr. que me parecía percibir nítida su presencia y escuchar sus palabras.

 

Lo veía acercándose afable y respetuoso a los pacientes, presto a disponer lo necesario para que se les prodigasen los mejores cuidados. Escuchaba sus agudos comentarios y sus sabias orientaciones. Súbitamente cobre conciencia, querido Dr. Rotondo, que ninguno de nosotros haría más ese camino junto a Ud. Y sin embargo, en esa lenta y dolorosa marcha -al ritmo de sus pasos, Dr.- fui sintiendo como se poblaba con su total presencia, el aparente vacío dejado por su inesperada partida.

 

Lo he recordado Dr. en su pequeña y sencilla oficina del hospital. En ella ahora sólo queda la efigie de la Santísima Virgen, testigo silente de sus desvelos en bien de los sufrientes. Pero, sabe Ud. Dr. Rotondo, ese halo indefinible de su alma elevada y generosa impregnaba ya cada palmo de ese austero recinto.

 

En ese corto peregrinaje me he detenido, asimismo, en el aula magna del hospital, en verdad un modesto salón de clases, tan franciscano como su oficina. Y he creído verla llena de sus discípulos del pre y del post grado de su amada San Marcos, y me ha parecido una vez más escuchar sus magistrales lecciones.

 

Pero me han detenido también muchos trabajadores del hospital -y pacientes-, y con lágrimas en los ojos me han preguntado “¿Qué haremos ahora sin el Dr. Rotondo?”. Y permítame confiarle, apreciado maestro, que aun en este instante de infinito dolor, no puedo dejar de sonreír al imaginarme lo que Ud. habría respondido. ¿Es qué, modelo de laboriosidad, no fue toda su vida, aparte de su familia, la cotidiana donación de lo mejor de sí mismo al Hospital Valdizán y a San Marcos, y a través de estas instituciones, a la salud, la ciencia y la cultura de nuestra patria?

 

Qué extraordinaria lección la de su vida, querido maestro. Todos sabemos cómo fue Ud. reacio a recibir elogios. Su modestia se lo prohibía. Pero permítame decirle ahora maestro, ahora que, ¡ay!, no podrá Ud. evadirse, como antes, del justificado y auténtico elogio, cuánto lo quisimos en vida, cuánto apreciamos su ejemplo, cuánto aquilatamos su fervorosa entrega al servicio de los dolientes y de la ciencia médica.

 

Su honestidad a toda prueba, su coraje para trabajar en las condiciones más adversas, su lúcida inteligencia, su innata vocación docente, su dedicación sin límites en la atención del doliente, su gesto bondadoso y su fino sentido del humor, han dejado en todos nosotros una impronta que jamás se borrará.

 

Luchó Ud. denodadamente en la trinchera de los humildes, y toda su vida atestigua la solidez y profundidad de una vocación de servicio que dice bien de sus altas cualidades espirituales. Jamás se doblegó. Las frustraciones, las injusticias, los sinsabores, la incomprensión nunca hicieron mella en Ud. A la manera de nuestro Grau en el frágil y legendario Huáscar, Ud., querido maestro, desde su humilde oficina, desde el lecho mismo de sus agradecidos pacientes, libró el más épico y singular combate en favor del hombre contra la enfermedad y las injusticias de nuestra sociedad, responsable no pocas veces de la emergencia y el mantenimiento de aquella.

 

Y todo ello sin reclamar nada para sí. Desdeñó los placeres que proporciona el dinero para atesorar paciente y tesoneramente la más prodigiosa fortuna, aquella que no se agota jamás, aquella que nos ennoblece, aquella que está dada por los más valiosos dones del espíritu, que generosamente nos brindó cuantas veces le requerimos, con la sencillez y desprendimiento de los seres superiores. Cuánto le agradecemos, Dr. Rotondo, habernos hecho partícipes de la riqueza de su alma.

Y ahora, en este momento supremo, que es a la vez el de la despedida y el del eterno reencuentro, en alas del espíritu, permítame Dr. Rotondo decirle que quienes nos formamos bajo su égida, sus residentes, los de ayer y los de hoy, los de siempre, trataremos, sobreponiéndonos a nuestras limitaciones, de ser fieles a su ejemplo y velaremos porque su obra, su viejo hospital, mantenga muy en alto el prestigio de la psiquiatría peruana y no se apague jamás la tea de su luminosa existencia.

Querido maestro, descanse en paz...


* Oración fúnebre leída por el Dr. Alfonso Mendoza F. en ocasión del sepelio del Dr. Humberto Rotondo, Marzo de 1985